La primera vez fue la noche de un día casi perfecto. Habíamos celebrado
una comida en el jardín con nuestros mejores amigos. Los niños salieron a
jugar a la playa y los mayores pasamos la tarde brindando por los
buenos vientos que impulsaban mis negocios. Un día de sol, un día de
felicidad completa.
Al anochecer, mientras recogía la mesa bajo el porche, ya solo, una
ráfaga de aire helado cubrió de nubes el cielo y bajó hasta la casa,
zarandeándome como en un vendaval, revolviendo el mantel y lanzando los
cubiertos al suelo. Entré en el salón con el ánimo turbio. Acabé
discutiendo con toda la familia y me marché a dormir con una rara
angustia anclada en el estómago.
La segunda vez fue al día siguiente. Cuando me informaron del colapso de la bolsa y la fuga de mi socio.
La tercera antes de ayer, después del accidente, cuando me encerré en mi
habitación con la primera botella de alcohol que encontré en el mueble
bar, ahogando en el olvido la certeza de que, con ellos, mi vida se
había quedado en aquel coche.
La cuarta no pude dormirme hasta caer borracho. Quedé varado de
espaldas, encarando las sombras del techo, con la boca entreabierta y
los brazos inútiles sobre el regazo de las sábanas. Era un sueño
profundo que me atenazaba y me mantenía postrado, inevitablemente
inmóvil; pero a la vez despierto en un consciente duermevela.
Escuché brotar a los lejos su espantoso bramido, apagado primero, luego
creciendo en su acuciante galope hasta mi lecho; como una tormenta de
arena que inunda un poblado de adobe en el desierto. Lo intuía llegar
desde la atalaya de mi pesadilla, sabiendo que yo era su presa atrapada.
Intenté inútilmente despertarme, abrir los ojos, gritar, zafarme de mi
inmovilidad, salir del sueño y buscar refugio... ¿en qué brazos? Cuando
aquello se deslizó en mi habitación se había transformado en silencio,
un silencio del que mi cerebro sólo adivinaba el sonido del frío. Me
hubiese arrugado en cuclillas como una bola de papel y escondido en lo
más profundo del embozo, como un niño asustado que aguarda el abrazo que
le salva cada mañana de los malos sueños. Pero así permanecí toda la
noche, rendido, indefenso, desesperantemente expuesto a la caricia de un
silencio mortal..., a la soledad perenne..., a un dolor sin orillas...
Hoy será la última vez. A medida que van pasando las horas siento cómo
me inunda el amargo sabor del pánico. Ignoro la razón de esta certeza,
pero sé que esta noche, cuando el horrísono frío al fin me abrace,
deberé sin remedio abrir los ojos...
Fuente: http://www.losmejorescuentos.com/cuentos/terror1004.php
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