Para decir verdad, odio que mientras leo, suene el teléfono y
menos cuando estoy solo en mi biblioteca que de lúgubre tiene mucho.
La llamada, era particularmente inquietante… tras un corto silencio, un
llanto apagado, un gemido ahogado y una respiración acelerada.
-No me asusté-dije.
La voz al otro lado del teléfono casi susurraba.
-No. No hay nadie detrás de mí. Estoy solo- contesté.
Esta vez, la voz fue gutural y enérgica.
-¡No!
Contesté con un estremecimiento tal, que la bocina temblaba en mi mano…
El miedo, sabrá usted amigo lector, sólo existe si alguien le presta
atención; de otra forma, ¿cómo dar fe de su presencia? Pero esta vez
tuvo toda la mía.
Sí, debo reconocer que la habitación estaba más fría que de costumbre.
Las cortinas se ondeaban como movidas por un viento que yo sabía bien -y
esto es lo inexplicable- que no existía. El olor a tierra húmeda llenó
la habitación… yo no soltaba la bocina del teléfono. Empecé a temblar.
Un suspiro de hielo detrás de mí me sacó el corazón del pecho… me volteé para mirar.
Mis ojos, abiertos exorbitantemente, la pudieron ver…
La voz al otro lado del teléfono era casi ininteligible, pero alcancé a
escuchar, como un murmullo lejano, gritos aterradores de alguien que
pedía que detuvieran la tortura… Temblaba, el sudor frío de mis manos
humedecía la bocina…
-No le digas nada…- comentó la voz.
Una larga y desesperada exhalación rompió el silencio.
Era alta, pálida, en extremo pálida. Sus dientes golpeaban uno contra
otro y los agujeros que tenía por ojos, estaban llenos de llamas que se
filtraban por entre las comisuras de los pómulos pronunciados y del
profundo vacío que se adivinaba por la capucha que cubría la espectral
aparición. Me tendió la mano y…
¿No está sonando tu teléfono?
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